“Hasta ahora hemos estado atrapados en el hielo por 17 días. Nuestra posición aproximada es Longitud 160 O, Latitud 75 N. El fuego finalmente se extinguió ayer y el maestre ha estado tratando de encenderlo otra vez pero sin mucho éxito. Le ha dado la piedra a uno de los marinos. El hijo del maestre murió esta mañana y su esposa dice que ya no siente el frío. El resto de nosotros no siente lo mismo en esta agonía.”
En la mañana del 12 de agosto de 1775, el ballenero groenlandés Herald se las arreglaba para cruzar el Atlántico Norte cuando el silencio glacial fue roto por el grito del vigía. Al frente y al Oeste, por encima de un iceberg podían verse las puntas de unos mástiles a unos diez kilómetros de distancia. Lentamente, una goleta emergió por detrás de la masa de hielo y a través del telescopio el capitán del Herald pudo constatar que no había señales de vida. Las velas estaban desechas y todo el barco brillaba curiosamente bajo el sol, cubierto como estaba de escarcha.
El capitán ordenó acercarse y empezó a gritarle a la tripulación de la extraña embarcación, pero sólo el silencio respondió a su llamado. La goleta siguió imperturbable su aparente camino sin ruta. “Bajen la lancha,” ordenó el capitán Warren. “Voy a echar un vistazo.”
La tripulación del Herald, como buenos marinos supersticiosos hasta el tuétano, permanecieron inmóviles. No tenían las más mínimas intenciones de aventurarse en el barco fantasma, y sólo cuando el capitán empezó a imprecarles, los marinos acataron sus órdenes.
El capitán eligió a ocho hombres para que lo acompañaran, y remando llegaron hasta la proa del barco donde bajo una capa de hielo podía leerse el nombre de la embarcación, Octavius. Ninguno había escuchado sobre ella jamás.
Desde el bote el capitán volvió a llamar a la tripulación, pero entre los ecos de su propia voz sólo escuchó el crujir de la madera y el silbar del viento entre las velas deshilachadas. Con cuatro de los hombres el capitán decidió subir a bordo.
La cubierta estaba tapada por el hielo y no se veía una sola persona sobre ella. Tras abrirse camino a través del hielo, decidieron bajar a los camarotes; donde consiguieron a veintiocho hombres congelados. Cada uno acostado en su litera y cubierto por capas y capas de cobijas y ropa. El frío había conservado sus cuerpos en perfecto estado y daba la impresión de que simplemente dormían la siesta.
En la cabina del capitán, el espectáculo fue el mismo. Su cuerpo estaba sentado en una silla frente a su escritorio. Las manos entrelazadas sobre las piernas y la cabeza tumbada hacia un lado con los labios entreabiertos. En una cabina detrás de la suya había tres cuerpos más. Una mujer estaba acostada en una camilla descansando su cabeza sobre el brazo, los ojos completamente abiertos viendo a un hombre con las piernas cruzadas sentado en una esquina en el otro lado del cuarto. En sus manos tenía un pedernal y una barra de metal. Frente a él, un puñado de aserrín cubierto de escarcha. La muerte lo había vencido tratando de encender un fuego. Junto a él estaba la chaqueta del marino. El capitán Warren la levantó y debajo de ella descubrió el cuerpo de un niño abrazado a un muñeco de trapo.
Los marinos del Herald habían visto más que suficiente y empezaron a pedirle al capitán que se marcharan. Pero el capitán les respondió que quería saber más. Bajó al depósito y no encontró ni un gramo de comida y cuando volvió a cubierta sus hombres estaban en pánico y le amenazaron con amotinarse. Contra todos sus deseos Warren tomó la bitácora del Octavius y regresó al Herald, desde donde pudo ver la goleta perderse sin rumbo en el horizonte para nunca más volver a saber de ella.
El capitán se retiró a su camarote a leer la bitácora y notó que faltaban todas las páginas del libro menos la primera y última. El marinero a quien se lo había encargado había dejado caer el resto en el mar.
En la primera el capitán del Octavius había escrito que habían partido de Inglaterra con rumbo a China el 10 de septiembre de 1761. Catorce años atrás. La última página tenía una sola anotación que estaba fechada el 11 de noviembre de 1762.
“Hasta ahora hemos estado atrapados en el hielo por 17 días. Nuestra posición aproximada es Longitud 160 O, Latitud 75 N. El fuego finalmente se extinguió ayer y el maestre ha estado tratando de encenderlo otra vez pero sin mucho éxito. Le ha dado la piedra a uno de los marinos. El hijo del maestre murió esta mañana y su esposa dice que ya no siente el frío. El resto de nosotros no siente lo mismo en esta agonía.”
Los ojos del capitán Warren volvieron a las palabras “Longitud 160 O, Latitud 75 N…” El significado era impresionante. En la fecha de la última nota en la bitácora, el Octavius había estado atrapado en hielo en el océano ártico, al norte de Point Barrow, Alaska. Miles de kilómetros de donde lo habían encontrado ese día. Un continente de hielo se extiende entre estos dos puntos.
Lo que el Octavius había hecho era pasar el legendario Paso del Noroeste. Por cientos de años se había buscado una ruta más corta entre el Atlántico y el Pacífico para llevar a cabo el intercambio comercial entre Asia y Europa. El Paso del Noroeste era un sueño para las potencias europeas de eliminar el largo viaje alrededor de la punta de Suramérica.
Aparentemente, el capitán del Octavius también había decidido encontrar el paso en vez de volver a casa alrededor de Suramérica. Pero como muchos otros antes que él, lo único que encontró fue la muerte.
Pero el Octavius había logrado el objetivo por si mismo. Año tras año había permanecido a flote, y sin nadie atendiendo el timón se había deslizado lentamente hacia el Este, aguantando la furia de los elementos hasta que finalmente llegó al Atlántico Norte. No fue sino hasta 1906 -ciento treinta y seis años más tarde- cuando otro barco, el Gjoa, comandado por el explorador noruego Roald Amundsen, logró cruzar el Paso del Noroeste.
Pero el Octavius había sido el primero, aunque su capitán y tripulantes hubiesen estado congelados por más de trece años.