Esta es la historia de una máquina, un monstruo metálico que fue concebido casi como una broma, se llevó por delante un presupuesto nada desdeñable y, tras varios meses de gloria siendo objeto de admiración por parte de medio mundo, terminó sus días como vulgar chatarra. Una pena, ciertamente, porque aunque el gran telescopio de la Exposición Universal de 1900 fuera un fiasco, sólo por su tamaño y su original concepción, merecía un destino más amable.
Celebrada en París, entre el 15 de abril y el 12 de noviembre del último año del siglo XIX, la Exposición reunía todo tipo de sobresalientes obras de arte, edificios singulares que gritaban a los visitantes acerca de las bondades de los países que se habían encargado de su construcción y, además, entre una gigantesca esfera celeste y una noria que, según decían, contaba con un diámetro de cien metros y que pasó a mejor vida a finales de los años treinta sel pasado siglo, había un artilugio que llamaba especialmente la atención.
Era el telescopio con el que podría verse la Luna a un metro, la maravilla que permitiría descubrir si nuestro satélite, Marte o Venus se hallaban habitados, un genialidad que, a pesar de todas estas promesas que se repetían una y otra vez en la prensa de la época, no pasó de simple armatoste capaz de dejar con la boca abierta a cualquiera.
No se sabe realmente cómo surgió la idea pero, de forma misteriosa, el 9 de julio de 1892, aparecieron en diversos periódicos franceses noticias acerca del ofrecimiento de un diputado, que atendía al nombre de François Deloncle, para promover la construcción del mayor telescopio jamás visto hasta entonces, destinado a la Exposición de 1900. Algo raro debió suceder, porque las palabras que, se supone, pronunció el político en una reunión de industriales y empresarios, nunca salieron de su boca.
Vale, al menos eso es lo que Deloncle afirmó, pero la “bola” creció sin medida en la prensa, admirada por la osadía del diputado y, lo que a buen seguro era una broma lanzada contra el político, se convirtió en realidad sin apenas pretenderlo. La cosa tenía su gracia, Deloncle, cansado de que todos le atribuyeran la idea del telescopio gigante, decidió pasar a la acción para reírse del autor de la broma y, sin miramientos, optó por la solución más arriesgada: construir el engendro. Hay quien piensa que el bueno de François realmente pronunció su discurso con megatelescopio de por medio, pero que se sintió arrepentido de su osadía y se negó a sí mismo… ¡hasta que la prensa le hizo ver que la idea era aceptada por el público!
Pasaron años buscando patrocinios, buenos artesanos e ingenieros, ópticos e industriales, y finalmente algo excepcional habitó el interior del Palacio de la Óptica en la Exposición. En el diseño del gran telescopio se tomaron muchas decisiones singulares. Dada la complejidad para construir un telescopio reflector, se optó por dar vida a uno refractor. Así, con forma de “anteojo” monumental, se dio forma a un tubo de sesenta metros de longitud con dos lentes en sus extremos. Nada más sencillo, ahora bien, ¡sesenta metros!
Es difícil de imaginar, como también es complicado hacerse una idea de su objetivo principal, con 1,25 metros de diámetro, intercambiable con otro para tomas fotográficas. Para cambiar de objetivo era necesario emplear un sistema de raíles a modo de pequeño ferrocarril en el que, en vez de cambiar vagones, se alternaba el uso de los gigantescos cilindros ópticos y el equipo de fotografía. Con una distancia focal de 57 metros, el telescopio montado en horizontal era incapaz de movimiento alguno al encontrarse limitado por la estructura del palacio.
Se ideó, para su posterior puesta en acción después de la Exposición, toda una cúpula gigante de 64 metros de diámetro, capaz de girar a 16 metros por hora para permitir seguir la marcha de los astros. Por supuesto, nada de eso se llevó a cabo porque si milagroso fue lograr capital para construir el gran tubo, nadie parecía dispuesto a ir más allá. La luz de los astros era dirigida a hacia el objetivo por medio de un siderostato de Foucault, esto es, un sistema móvil con un espejo de dos metros de diámetro montado sobre una especie de trípode gigante.
Y poco más hay que decir porque, imaginemos: problemas de alineación, aberraciones cromáticas, deformaciones de todo tipo, sin duda todo era una pesadilla en la práctica a pesar de que los cálculos permitían soñar con una máquina realmente funcional. Pasar del papel a la realidad fue algo realmente complejo. ¿Cómo construir lentes de 1,25 metros de diámetro a finales del siglo XIX? El tamaño fue limitado por el propio maestro óptico al que se le encargó la tarea, por otra parte el único que podía llevar a cabo el trabajo por entonces. Se trataba de Édouard Mantois, afamado industrial de París, que también alumbró en sus hornos el objetivo de 1,05 metros del Observatorio Yerkes de Chicago.
Los trabajos para conformar las lentes duraron tres meses hasta que se pudo contar con un bloque de vidrio lo suficientemente grande que pasó más tarde a ser cortado y pulido cuidadosamente. Finalmente, tras mucha dedicación y una factura muy abultada, las cuatro lentes necesarias estaban listas. Más tarde fue encargado de acomodar las lentes al telescopio, y también de alinear y pulir de forma precisa el espejo del siderostado, en tarea de ardua precisión, el Señor Gautier, de la Oficina de Longitudes y Medidas.
El tubo constaba de una serie de cilindros unidos entre sí, fijados a siete grandes pilares de hormigón. El eje del conjunto se elevaba sobre el suelo del Palacio de la Óptica siete metros, hallando cobijo el sistema de objetivos móviles y el siderostato, con su armadura móvil de más de 22 toneladas de hierro fundido, en cúpulas situadas en los extremos del edificio. Durante su escaso tiempo de vida se realizaron con el gran telescopio, entre otras, algunas observaciones astronómicas del Sol y la superficie lunar, pero no se conocen datos precisos acerca de lo que podía llegar a ser capaz el artilugio, más allá de lo problemático de su manejo. Se estimaba que la imagen lunar, no iba a alcanzar el tan socorrido “la Luna a un metro”, como decían los periódicos, pero sí se pensaba que, empleando oculares auxiliares capaces de amplificar diez veces los 56 centímetros de diámetro que presumiblemente proporcionaba el telescopio como estampa de la Luna, se podría ver nuestro satélite como si a 60 kilómetros de distancia de su rocosa superficie nos encontráramos. En cuanto a los “aumentos” que era posible lograr con este monstruo, se hablaba de entre 6.000 y 10.000, cosa que tampoco fue aclarada nunca.
Terminada la exposición, con el consorcio que en 1886 se había organizado para construir el telescopio en quiebra y sin esperanza de encontrar un destino adecuado para la bestia de acero, cabe imaginar que sólo un camino era posible. En la prensa se comentó con cierta insistencia que el Observatorio del Vaticano estaba interesado en adquirirlo, pero nunca se llegó a un acuerdo. El gran telescopio de la Exposición de París de 1900, el más grande de los telescopios refractores jamás construido, fue desmantelado y vendido pocos años después como chatarra. Hoy perduran algunas piezas, como el espejo de dos metros que puede contemplarse en el Observatorio de París. Desde que se decidió enviar al telescopio a tan poco honorable fin, lo que habían sido elogios y buenas palabras por parte de la prensa y de muchos políticos, se convirtió en motivo de chanza. Poco recordaban que, más allá de ser ideado como verdadero instrumento científico, el gran telescopio tuvo buena fortuna mostrando los avances de la industria óptica de la época a las miles de personas que se acercaron a contemplarlo asombradas.
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